Durante la época más dura del terrorismo etarra, un empresario vasco es asesinado en su pueblo por no pagar, al parecer, el impuesto revolucionario que debía servir para financiar las actividades de dicha organización. Su viuda, Bittori, que inicialmente se había ido a vivir a la ciudad, decide volver al pueblo, donde cada día se acerca al cementerio para hablar con su marido. En aquel ambiente hostil a su persona por el mero hecho de haber sido señalados por el fanatismo político, tendrá que enfrentarse al rechazo y a la exclusión incluso por parte de la gente más cercana hasta entonces a ella y a su familia.
Curiosamente será a través de la amistad de una persona que ha perdido casi por completo la capacidad de comunicarse, como Bittori logrará obtener alguna respuesta a las preguntas que se hace.
La finalidad de la escritura puede ser múltiple: entretener, educar, informar… En el caso de la novela PATRIA, de Fernando Aramburu, podríamos añadir: curar. O lo que ya Aristóteles llamó catarsis, esa purificación emocional, corporal, mental y espiritual a través del arte.
Uno sospecha que si se hubiera escrito hace unos cuantos años tal vez habría servido más para avivar los odios que para mitigar las heridas, pero que ahora, cuando ya nadie defiende en serio la entonces llamada “lucha armada” es el momento de la catarsis, de llamar a las cosas por su nombre, de poner negro sobre blanco a través de unos personajes tan logrados como verdaderos lo que fue la época negra del terrorismo de Eta, que tantas vidas se llevó.
Lo que no entiendo es la innecesaria y, a mi juicio, fea innovación que suponen formas de expresión como las siguientes, que Aramburu prodiga a lo largo de la obra: “Caminaban uno al lado del otro, respirantes de la brisa marina;”; “Esto último lo dijo Gorka levantándose brusco, empujante airado de la silla.” Lo cual, dicho sea de paso, no desmerece para nada la fuerza y la verdad de una de las novelas más importantes de los últimos tiempos en España, y no solo desde el punto de vista literario.