Lo titulé “Territorio E.S.O.” inspirándome en el libro "Territorio Comanche" de Arturo Pérez Reverte. Con ello dicho autor se refería al peligro que entrañaba su trabajo como corresponsal de guerra en Bosnia, un peligro que evocaba el del salvaje oeste de los westerns.
También a la enseñanza secundaria, pensaba yo, se le podía dar este nombre. Al menos así lo sentía hace ya algunos años cuando escribí estos poemas.
Hay un poema llamado “Cuadrilátero I” en el que comparo la tarea del profesor con la de un boxeador. Con esa expresión me estoy refiriendo al ring, a ese lugar en el que se pelean los boxeadores. Yo lo que hago aquí es comparar al profesor con un boxeador ya acabado, o como se dice en el argot, sonado, que recibe golpes por todos lados. En este poema al profesor los golpes, digamos, le vienen tanto de alumnos como de padres. Hay otro poema, “Cuadrilátero II”en el que el boxeador sonado, o sea el profesor, se queja sobre todo de los responsables educativos por haber descuidado lo que, a su juicio, en su humilde opinión, es fundamental en la enseñanza y por haberse preocupado en exceso de lo que es accesorio, de cosas que para el profesor-boxeador son secundarias.
Pero si es cierto ese sentimiento que agobia al profesor, también es cierto que acaba recuperándose, que no todo es negativo, que a lo largo de todas las generaciones siempre está allí la persona, el alumno, el ser humano con el que te gusta trabajar y perseguir metas, muchas de las cuales acaban cumpliéndose, esa persona que al cabo de los años te encuentras por la calle y que te dice lo que cuando estaba aquí nunca te dijo, que tenías razón, que hiciste lo que tenías que hacer, aunque entonces no te lo dijo porque ni siquiera pensaba así como ahora piensa.
En cualquier caso, ¿cuál es el combustible, cuál es aquí la gasolina que te permite continuar en esta profesión? Un día me hice esa pregunta. Sabía que había algo, aunque no me había parado a pensarlo, sabía que si estaba aquí y que si todavía me apetecía seguir en este trabajo, aunque no todos los días, y muchos de ellos claramente no, era por algo. Conforme me iba haciendo esa pregunta y me puse a escribir, las mismas palabras se buscaban unas a otras hasta que me lo dijeron ellas mismas. Entonces comprobé que era verdad, que ellas, mis palabras, tenían razón.
Yo había leído una vez un poema de Peter Handke que me encantó, llamado “La duración”. Era una poesía que, además, venía a ilustrar precisamente el concepto de tiempo que Bergson, un filósofo francés, había expuesto en su filosofía. Yo lo explicaba a mis alumnos haciéndoles ver lo distinto que es pasar una hora con la persona de la que acabas de enamorarte que pasar una hora escuchando al profesor de filosofía mientras explica a Platón. La hora con esa persona pasa volando, mientras que en clase de filosofía puede llegar a ser eterna. ¿Cuál es el auténtico tiempo, el tiempo real, entonces: el que miden los relojes, que es el científico, el objetivo, o el de la conciencia, el que tú sientes, al que Bergson llamó la duración?
¿Cuál era el auténtico tiempo para mí?, ¿Cuál era mi duración?
El instante
(Emulando a Peter Handke, que expresó en
forma poética la “duración” de Bergson)
¿Hay algo más por lo que yo podría
- y subrayo ese “más”-
seguir un año y otro año
y aun otro, dando clases, si hace falta, si aún puedo?
O dicho de otro modo: ¿qué es aquello
que a uno
le costaría dejar?
No es nada con materia ni con forma.
Se podría decir, en versión cursi:
sentir que estás a gusto
o que tú algo
puedes hacer por esta gente.
Ciertamente sería
una buena razón. En ocasiones
uno podría perder por eso (que
entonces ya no sería pérdida)
un año entero, hay cosas menos importantes.
Pero no, es otra cosa. Yo lo llamo el instante.
Difícil definirlo.
Podría originarse en el hecho
de estar allí en la clase, bregando,
cuando de pronto
a una salida de tono que no has debido permitir
-y no lo has hecho-
la ha seguido un llanto
inconsolable, inesperado, pleno de rabia, pues
a esa persona bastante menor que tú
le ha llegado muy hondo la seca,
dura respuesta que entonces procedía (o así lo has creído);
y después
con paciencia (una paciencia que no te conocías),
le has hecho ver que tú tenías razón y que no puede
hacer las cosas de ese modo; le has puesto las manos sobre el hombro o
le has hecho una caricia
(tal vez solo esbozada, aunque
seguro recibida, entendida);
y entonces ella (o él) te ha sonreído,
asintiendo;
un silencio especial
en esa clase inverosímilmente atenta ha confirmado
el pacto
entre todos
los que allí estaban, y no solo
entre vosotros dos,
ese pacto de afecto
que por tu buena mano se ha logrado.
Ese instante ha sido para ti
un sentimiento, y a la vez
una
convicción, un darse cuenta de
que todo estaba bien;
y al mismo tiempo, sin embargo,
una difusa desazón
te ha hecho avergonzarte como si,
sobrepasado por el acontecimiento,
necesitaras digerirlo, como si
el corazón humano no pudiera
merecer
la eternidad que allí se proponía.
Te has ido hacia tu sitio, confuso, para coger el libro
(que siempre tiene el don
de devolverlo todo a la aco-
gedora rutina).
Para los chicos nada extraño ha ocurrido,
pues todo es algo más todos los días,
sólo algo más, aunque sea nuevo o importante o terrible.
Pero no para ti.
Solo ha sido un instante, que
a duras penas se podría medir como espacio de tiempo
(con un reloj muy preciso),
y, sin embargo, en él se condensaba algo,
que por su densidad podrías comparar,
tal vez exagerando,
con una vida entera.
Por un momento así,
tan duradero pese a la inmediatez de su destello,
es por lo que
podría yo añadir un curso más
aunque lo tenga todo hecho,
o aunque el resto del tiempo
resulte
o resultara
insoportable.